Friday, May 12, 2006

Clusters 4


Vintage

"En la noche no piensas en otra cosa que no sean mujeres, aunque seas mujer, ni en los sueños que tendrás en unas horas, acaso en las vergas de los hombres. Nada más." Pensaba que decía Sara en el trayecto a la hemeroteca, después de que me acribillara con cuentos viejos sobre músicos e historia mexicana. Yo no podía con todo eso. La primera vez que nos vimos en su casa no podía dejar de pensar en los cabrones que la cortejaban, infelices que no dejan de hablar, según ellos dotados de alguna curiosidad, ungidos por la gracia de no sé qué estúpida película novedosa que tenías que ver, neta es que tienes que verla, lo que pasa es que es una cosa toda vanguardista en que los planos se confunden uno con el otro para hacer una propuesta muy intensa, como en una sinfonía de destrucción-construcción, amor-odio, ya sabes, con una trama como de Kubrick, o como en esa película en donde todos los hombres visten vestidos rosas y se hacen pasar por miembros de un clan racista, ¿no la has visto?, uta, tienes que verla, está buenísima, neto, buenísima.

Sara, de entre las hojeadas de los libros que sacaba del estante de su padre, me veía consciente de que apenas le ponía atención. Ella era una entusiasta de los libros, pero yo no mucho. Alguna vez yo había encontrado un autor animado por un futuro de escritores que apenas leían, que escribían para los no lectores. Yo soy de ese rubro, Sara, de los que no leen mucho, pensé en decirle, pero mis ganas de impresionarla con algo me obligaron a guardar silencio, a no parecer demasiado obtuso.

Mira esta foto, me dijo, este es Eusebio y su grupo de amigos cuando trabajaba de musicalizador. El pie de foto hablaba de un destino trágico de aquel grupo, alguna especie de rock stars que no conocieron jamás la fama, pero que habían disfrutado de sus trabajos bien remunerados para ser jóvenes. Yo esperaba acercarme un poco más a Sara. Le dije que todo eso era bastante interesante, le miraba a los ojos, ella me miraba también y después atendía de nuevo al libro con las ilustraciones y yo le clavaba los ojos en el escote, uno tímido, apenas dejando un poco la línea que separaba sus senos, marcando el borde de un brasier liso, sin adornos, sosteniendo la carne redonda mientras se inclinaba a apuntar la foto del volumen.

Eusebio había pertenecido a un grupo de músicos que trabajaban en la radio. Con el dinero que obtenían se ocuparon en sacarle provecho a su salud y a las perversiones polimorfas, decía uno del grupo, según Sara. En la hemeroteca encontramos un artículo de ese entonces en donde algún escritor denunciaba la "oprobiosa literatura de adultos que puede caer en manos inocentes para solamente destruirla". En el artículo aparecía el nombre de Eusebio y todo el séquito de musicalizadores de la XEW.

Unos días después, Sara me mostró dos ejemplares de las revistas, donde aparecía como portada una foto en blanco y negro con una mujer sin la sonrisa acostumbrada ahora, pero con un antifás oscuro, una playera de tirantes blanca y un pantalón que podría ser café. El encabezado decía VENUX, en letras grandes, y con letras pequeñas "de la Ciudad de México". Al abrirla, apenas encontramos siete párrafos con texto distribuídas escuetamente, como una historia que dejaba los espacios para las fantasías; lo demás eran fotos en cuartuchos, muchachas de piel blanca preocupadas que parecían no disfrutar mucho de la ocurrencia de unos jovenes, con la carne de las mujeres reales, caderas anchas y carnuditas, la lonjita discreta cuando levantaban los brazos hasta la nuca y flexionaban las rodillas sobre un colchón desnudo; una pareja, el hombre con las calcetas puestas y la máscara negra, la mujer en cuatro vista desde atrás, con las bragas aún puestas, sin brasier ni playera; un trío que buscaba de cualquier forma cubrir su rostro detrás del trenecito que hacían, las mujeres con la carne dura del frío que habría de hacer, los hombres con calzones largos, la colchoneta en el suelo de azulejos sucios con veteados franceses.

Ni siquiera sabía si podía llamársele porno, aunque las dudas las despejaban tres escenas de penetración profunda en trío. Las tetas de esas mujeres me hacían pensar en los intereses de Sara. Para cuando ella terminó de pasar las hojas de la primera revista, me mostró con la misma parsimonia el segundo ejemplar, en cuya portada aparecía una mujer un poco más vestida que en la anterior, ahora con un antifaz mucho menos lúgubre, como de cabaretera, y un prendedor en la solapa del saco del cual parecía desnudarse con una sonrisa mustia. Ahora sí supieron hacerla, pensé, y dirigieron mejor a la mujer para no provocar chaquetas tan melancólicas. ¿Ya viste?, dijo Sara, éste es tu prendedor. Miré la foto y después pensé en el gusto de aquella mujer con la piel tan limpia, el pelo húmedo y el hombligo enmarcado por dos sombras que resaltaban el estómago firme. Eso debía ser una bailarina, estaba seguro. Ese pin debió haber sido un pretexto para tocarle juguetonamente la teta a la bailarina, decirle que qué linda estaba, que no dejara de sonreír, que se iban a apurar para tomar las fotos y después echar relajo, ¿no?, Ay muchachos, ya saben quién me gusta a mí, Pues tú dinos, que para eso eres fuerte, Sí, mi amor, pero a mí me gusta lento, ándale, dispara, mira cómo me tienen.

Sara cerró la revista. Guardó las revistas en su bolsa. Bajó la ventanilla y se escuchó un piano, un clarinete y una mujer practicando solfeo cada quién por su lado en algunos de los salones que daban al estacionamiento de la escuela. Me gustó, Sara, dije. Sí, lo sé, dijo ella. Encendió el auto y me preguntó mi destino. Yo no dije nada, la miré y me toqué la pierna. Ella sonrió para decirme que comprendía, que la tocara. Metí mi dedo medio a un costado de su pantalón y descubrí que llevaba una braga beige debajo de la mezclilla. Dejamos el estacionamiento. En un alto me tocó la polla por sobre el pantalón. Saqué el pin de mi chamarra y se lo puse en la blusa blanca que se tensaba cuando tomaba aire. Dijo que tenía máscaras negras en casa.

Monday, May 01, 2006

clusters 3

(En el capítulo anterior, nuestro muchacho recibe un regalo de su maestro de piano de manos de la viuda)

Lucía me apartó de toda la gente y me llevó a una habitación por la que nunca había tenido curiosidad, aunque mi interés no va por muchos lados si lo pienso dos veces. Me dijo entra, y sacó una cajita limpísima que al abrirse tocaba una musiquita que parecía Gershwin o algo así, muy gringa. Tomó un objeto y cerró la caja con la devoción de los últimos momentos en la tierra. Abre la mano, lo hice y dejó en la palma un pin y luego la cerró dobalndo mis dedos. No es nada, pero es mucho, a esos malditos no les voy a dar ni un papel. ¿Y los hijos, Lucía? A nadie le importa, ni a él le importaban, todo se queda conmigo hasta que yo muera. ¿Y los libros? Eso lo sabremos hasta el testamento hijo, pero yo sé qué va a pasar con ellos, ándale, llévate el prendedor, es bonito porque es viejo y ya no vas a ver nada como ése. Salimos de la habitación, dejé la reunión después de darle las gracias a Lucía, quien seguía espantándose los pésames como insectos.

En el camino a la parada del camión observé detenidamente el pin. Un círculo negro que a pesar del tiempo seguía brillando, atravesado por siete líneas verdes como si se unieran en algún punto de extenrderlas todas hacia arriba, rodeado por un círculo blanco de borde oscurecido hasta un gris.

Ese día mi madre habló conmigo acerca de su nueva pareja. Por fin había encontrado un compañero para el resto de sus días, posiblemente muchos, decía, porque era una ferviente admiradora de la ciencia médica. Su nombre era Octavio, sería su tercer boda y yo su cuarto hijo putativo, le conté a mi padre una semana después. Él no mostró ni tristeza ni alegría ni alivio ni nada, como si hablara de alguna compañera de la escuela. Yo inquirí si alguna vez había pensado en casarse de nuevo e inmediatamente dijo jamás, si hay algo que te quita la alegría es el matrimonio y los impuestos, y más si no hay seguro universal. No sabía qué decirle, y menos por lo del seguro universal. Terminamos los tacos y pedimos la cuenta. Al llegar a casa, a punto yo de bajar del coche, notó mi pin y aseguró haber visto eso antes, de dónde lo sacaste. Esuchó la historia y prometió investigar. Yo le dije que haría lo mismo.

De pronto me percaté de traer el prendedor a todos lados, si no pegado, al menos en el pantalón o la bolsa de la chamarra. Los maestros me miraban y decían lo mismo que mi padre, pero nadie lograba adivinar en dónde lo habían visto. Para entonces, la nueva generación en la escuela hervía de buenos culos, grandes o apretados, aguados pero abundantes, chiquitos pero exhibicionistas. No podría asegurar si era mi calentura maximizada por la temporada o la bendita moda de las revistas y videos que por fin se habían hecho moneda corriente. Yo quise pensar que las mujeres habían comprendido que para eso les había sido otorgado semejante lujo de carnes y que no tenían por qué negarlo, y menos en un ámbito donde las tetas eran cada vez más proclives a perdonarse. Es decir, por algún extraño motivo la atención de los hombres había descendido hacia el sur y no eran ya las chiches, como decía mi maestro, lo que importaba, sino el tamaño de la funda. Cada vez que hablábamos así entre los gañanes de la escuela se podían oir las risas en toda la explanada, lo cual desagradaba a más de un profesor y alertaba a más de una culoncita. Hasta que Sara tuvo a bien presenciar una sesuda disertación anatómica de la que se desprendía que no había manera de hacer un buen anal y no escarbar caquita, por lo que la alternativa era dejarlo siempre hasta el final y no hacer el uno dos intercalado con la misma goma.
-Eres un puerco -dijo Sara, todo mundo se avergonzó un momento pero recordaron de quién había sido el comentario y soltaron a reírse.
-Sara, perdón, no sabía...
-Hipócrita.

Sara tenía un culo antigravedad y un bultito arquitectónico, de esos que al mantener los muslos rectos y pegados formaban un ligero arco en la ingle, talvez gracias al pantalón espándex y al entrenamiento con peso tres veces a la semana. Los senos, en contra de toda moda, eran un golpe de sangre en los testículos y no por nada se habían ganado una especie de silencio patibulario cada vez que atravesaba un corro en los pasillos de la escuela. Sara podía hacer lo que quisiera con ese cuerpo, lo sabían hasta las feministas más acérrimas de la Facultad de Ciencias Políticas, que por lo regular eran lesbianas, y las vacas sagradas de la escuela, quienes abandonaban cualquier plática "importantísima" para saludarla aunque fuera de mano. Y más aún, poseía un carácter que podía detener el tráfico y humillar con la mirada al más guarro automovilista, exponer físicamente en el metro a un hombre que osara manosearla y arrojarlo a la furia de los pasajeros del vagón, e incluso mentar la madre a un grupo que la sabroseara en el camino a pesar del peligro de un ataque. Sara era de muchos ovarios y pocos amigos.

Todo eso me llamaba, como un accidente de auto en la noche o un incendio, hasta que un día, sin yo temerla ni siquiera, soltó a bocajarro "Yo sé de dónde es ese prendedor".

Los cachorritos en la bañera se retorcían, alguien golpeó el piano con la palma entera de la mano y una boca mordía el glande antes de tragarlo sin remilgos ni asfixias.

(Continua)

Clusters 2


Clara dejó de interesarse en la música después de ese día y sólo me llamaba para coger en todas las recámaras de su casa. Un día su madre casi nos atrapa en la habitación de huéspedes, pero el ropero nos salvó. Todo bien hasta que un primo de Guadalajara llegó y comenzaron a espaciarse nuestras visitas. Me dijo que había sido muy lindo con ella, pero que por su primo sentía algo nuevo, algo que no había sentido antes. Yo aguanté la pena de verla caliente cuando hablaba de su primo, Rogelio, un cabrón tres años mayor que ella y las maneras de un adolescente alcohólico que no habla mucho. Me confensó su amor por el norteño, cogimos cinco veces más en tres meses y dejé de verla.

Cambié de maestro de piano. Ahora pasaba las tardes practicando en una casa que a pesar de la tranquilidad recibía muchas visitas. El maestro se llamaba Eusebio Hernández y había formado un ejército de pianistas que ahora regresaban de todos lados para ofrecerle sus agradecimientos después de haber conseguido el éxito. Él me echó el ojo después de un recital de todos los alumnos de mi viejo profesor. Cuando Eusebio (decía que el "usted" no existía en español) comenzó a darme clases me dijo que no dejara de practicar si deseaba tener algún tipo de felicidad. Todos, aseguraba una tarde en que su esposa nos hiciera sincronizadas de cenar, tienen talento, pero son estúpidos por abandonar sus gustos a la menor provocación.

Esa noche soñé a Clara metida en un auto esperando a alguien con las bragas en las manos, mientras yo sintonizaba trescientos radios en la misma estación.

A los dieciocho años mi carrera de pianista profesional pintaba para bien. Mi vida sexual tenía éxito. Llegué a creer que los seres más estúpidos en el mundo eran las mujeres, porque se acostaban con cualquier cabrón que pudiera pararse de manos. Lo que no sabía es que en realidad son los seres más transparentes de la naturaleza porque no tienen nada detrás más que un mundo de silencios que disfrazan de secretos a voces. Y yo le había perdido el miedo a los silencios.

Mi madre y yo dejamos de platicar cuando tenía diecisiete años. Le decía en dónde iba a tocar y cuánto era de los cursos. En una semana alcanzó a llevar tres hombres distintos a dormir con ella a casa. Me sentía como un proxeneta, el proxeneta de mi madre, cuando papá preguntaba si ella salía con alguien más y yo decía no sé, nunca he visto. En cambio mi padre se volvió cada vez más tranquilo. Una vez trataron de robar su casa y él desarmó al asaltante en tres movimientos, le habló por cinco minutos mientras la mano que presionaba el brazo del caco se calentaba tanto que dejó de sentirlo y lo dejó ir. La historia la sé yo, porque no quiso alardear con nadie al respecto. En su trabajo lo felicitaron por sus logros, lo ascendieron y le ofrecieron un auto nuevo a pesar de sus cincuenta años de edad. Había sobrevivido a diez cortes de personal, un fraude en el que perfilaba su nombre y un suicidio en el cubículo contiguo a él. Cuando presenté mi examen a la escuela nacional de música, él me acompañó. Me dijo una de esas frases: no es por las circunstancias difíciles que no somos, sino porque no somos las circunstancias son difíciles.

En la escuela conocí a Roberta (buen culo), Mary (buenas tetas y contracción vaginal), Liz (cantaba hermoso y buenos orales), Karla (en ocasiones sólo quería por el ano), Lucy (le gustaban los Beatles, a mí, su nombre y sus leperadas cuando se venía), Virginia (cogía donde fuera, incluso en los baños de los cines), Isabel (jamás sin música atonal), Paulina (única y exclusivamente por las noches), Diana (no hacía nada que no le ordenaras), Lara (nunca sobria).

Eusebio murió. Muchas esquelas le dedicaron en los diarios. Su casa se llenó de buitres con la esperanza de obtener algo de la pobre Lucía, su última esposa, treinta años de casados. Preguntaban por manuscritos, obras inconclusas, obras indéditas, fotografías. Ella los rechazó con el aplomo de una mujer contenta. "Váyanse al carajo, carroñeros." Yo le ofrecí mis condolencias. Le dije que había aprendido mucho de su esposo, que lo había disfrutado mucho y que si algo podía hacer por ella, estaba con toda la disposición. "Tú eres el último alumno que tuvo. Cuando entraste a la escuela de música, Eusebio me platicaba tus peripecias sexuales con las muchachas. No te abochornes, nos diste buenos ratos y tú sin saberlo. Él no te dejó nada, pero yo te regalo esto."

(Continúa)

Clusters


(Fragmento, aún no lo termino)

Teníamos un par de perritos. Como en la canción, decidimos aniquilar a sus crías porque no tendríamos tiempo de andar regalándolos o cuidarlos. Teníamos los cadáveres de diez cachorritos corrientes en el cuarto de baño de mi casa, tirados en el fondo de la tina de baño. Mi madre me gritó por tres días por no haberle preguntado nada. Mi padre me dijo que la dejara desahogarse, que no pasara nada porque después de un tiempo lo comprendería. Lo que no me dijo mi padre es que tres semanas después le pediría el divorcio por lo que no quería que ningún evento feliz se interpusiera en su camino. Mi padre se fue a vivir solo a dos casas de la que sería mi novia cuando tuviera veinte años. Mi padre no tenía nada. Mi madre se había negado a darle cualquier cosa pero mi padre aceptó el enfrentamiento con un humor tan duro que no había forma de sentir lástima por nadie. Mis perritos habían dejado de brincar a la estufa, la perra revolvía todos los rincones de la casa en vano y el perro ladraba a la puerta cada vez que alguien pasaba. Yo tomé clases de piano y comencé a sacar todas las canciones del radio de oídas. Mi madre nunca me dijo que dejara en paz el teclado con apenas tres timbres decentes.

En la casa donde tomaba clases podías sentir un ambiente extraño. Después de la clase de solfeo el maestro nos divertía con sus versiones de La cucaracha al estilo de Mozart, Beethoven o Bach. Al salir caminaba cuatro cuadras hasta mi casa, donde tardaba más en prender el radio que el teclado. Escuchaba los hits de la semana y me probaba.

Con mi padre me la pasaba bien. Nuestra diversión era hablar de revistas y cantantes de su tiempo. En su alcoba tenía un minireproductor con algunos discos, no muchos. Yo miraba la ventana de los vecinos mientras mi padre preparaba algo de comer, esperaba ver a la hija de los vecinos asomarse, pero eso no pasó jamás porque los vecinos levantaron una barda con vidrios de colores en el borde.

Mi madre comenzó a frecuentar a sus amigas. Salía de casa y regresaba hasta tarde, me dejaba solo con la tele, la radio y el teclado encendidos. Algunas veces llegó con un hombre, siempre el mismo, con los pantalones negros como embetunados en las piernas y los cabellos largos pero no desaliñados. Me traía chocolates caros. Yo los guardaba para mis compañeros de solfeo. Los mayores de la clase me decían que era un niño muy lindo, una señora joven me dio una palamada en la pierna y tuve mi primera erección. Me dijo que ella tenía cachorritos y que si no quería ir a verlos, que su hija tenía doce años, como yo, que si no quería ir a verla. Yo dije que sí.

Una tarde salimos de la clase y fuimos a su casa escuchando a Satie en su camioneta del año. Yo dije que me gustaba mucho esa música y ella sonrió. Me dijo que era muy inteligente y volvió a tocar mi pierna pero en ese momento no se me paró. Llegamos a su casa y nos recibió su esposo, un hombre de traje, mucho mayor que ella. Los cachorritos tenían tres meses y eran de un cocker y labrador, el padre era el cocker. La hija apareció mientras yo le veía discretamente las tetas a la señora, no conocía a nadie en la vida real que las tuviera así. La niña se llamaba Clara y no le gustaban los animales. Ella prefería las actividades manuales y leer revistas de señorita, estar al tanto de las novedades, decía. Antes de irme toqué una canción que en esos días sonaba mucho, ella sonrió y su madre nos apuró para llegar a casa.

Mi madre seguía saliendo por las noches y de vez en vez traía al mismo hombre, pero ya sin chocolates. Ahora que lo pienso eran bastante discretos porque no escuchaba nada. Yo me quedaba dormido en la sala con todos los aparatos encendidos. Soñaba con chachorros nadando en el aire y un armónico intensísimo que levantaba el suelo rojo de mi casa.

Seguía viendo a Clara en las tardes, cada vez con más frecuencia. Si no estábamos en su casa, estábamos en la mía. Yo tocaba las canciones que me pidiera y nos reíamos mucho, hasta que un día, mientras tocaba Fade Into You de Massy Star, me tocó la pierna. Se me paró y comencé a sudar frío. Dejé de tocar el piano con el pedal todavía al fondo, ella comprendió y se levantó la falda plisada de la secundaria hasta las bragas rojas humedecidas por en medio. Yo me levanté para mostrarle mi erección, y me dijo que sus padres habían salido y no iban a regresar ese día, que ellos confiaban en mí porque era un niño muy abusado. Le desabotoné la camisa blanca hasta descubrir el brasier. Tomé un seno y lo comencé a chupar, ella me tomaba de la verga ya fuera del pantalón, puso las manos en el teclado del piano y subió una rodilla al banquillo, los acordes del piano eran fatales, me puso más duro el pito, me quité los pantalones hasta quedar con sólo la camisa. Miré sus pantaletas rojas antes de comenzar a bajarlas lentamente hasta que un olor dulzón y fuerte se acentuó, luego distinguí el tufillo de mierda entre las nalgas de ella y el sudor fuerte de su vagina. Cada vez que le metía más violentamente el pene ella reacomodaba los codos sobre el teclado y producía más acordes abigarrados. La tomé de las dos piernas y las cargué para metérsela más, pero no la tuve mucho tiempo por su peso y se volvió para subir el culo en el teclado y mirar asombrada cómo sangraba su vagina. Me dijo que la cogiera más. Yo dudé un momento al ver la sangre, pero ella quitó el banquillo de una patada y yo me acerqué y la metí hasta el fondo, el piano berreando.

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